Sobre "El Secreto de la Flor de Oro" (tai i gin hua dsung)


Los orígenes de la Flor de oro se remontan a la filosofía china y, de algún modo,  a los dioses de la religión taoísta. Remite a una doctrina, más que a una mera práctica de meditación y se podría asociar a la trascendencia del pensamiento, pues conlleva un incremento significativo en el nivel de la conciencia que redunda a su vez en un incremento de la percepción intuitiva y racional. Además de lo anterior, esta meditación comprende un desarrollo paulatino de la esfera espiritual, en tanto conjuga las prácticas meditativa y contemplativa con la regulación conciente de la respiración y la postura.
“El origen Taoísta parece ser la deidad china Lü Dongbin, quien es el más conocido de los ocho inmortales (Zhongli Quan representa a los militares; Lü Dongbin a los burócratas; Li Tieguai a los enfermos y heridos; Han Xiangzi a los sabios;Cao Guojiu representa a la nobleza; Zhang Guo Lao a los ancianos; Lan Caihe a los pobres y He Xiangu a las doncellas) y es considerado por algunos el líder de facto, aunque el líder oficial es Zhongli Quan. En las representaciones artísticas aparece vestido como un erudito, llevando una espada para alejar el mal y un espantamoscas. Probablemente esta representación aluda a la característica sanadora de la práctica meditativa del Tao y por tal motivo tal vez Lü Dongbin es adorado por los enfermos y honrado como erudito. Lü Dongbin es su nombre de cortesía, pero el real era Lü Yan aunque él se llamaba a sí mismo Chunyang Zi "el maestro completamente yang" y los taoístas le conocen como Lu zu "el Lü Originario".[1] Esta denominación está en completa concordancia con todas las premisas del Tao, pues el objetivo primordial es alcanzar ese ser originario, con el que todos compartimos parte de la esencia del cosmos pues “El Tao o Sentido, doma al hombre y a la naturaleza, visible e invisible, el hombre participa en el acontecer cósmico, porque está entretejido interna y externamente con él y las leyes naturales se reflejan en el cuerpo, (la tierra), en la mente (el cielo) y en el orden del Universo, el Tao de la Naturaleza” [2]
Richard Wilhelm fue discípulo de un Maestro Chino, de quien aprendió dicha filosofía y doctrina, además de convertirse en uno de los principales sinólogos, y al recorrer este camino del estudio profundo de una cultura diferente de la suya originaria, se encontró con Jung, quien también dedicó gran parte de su vida al estudio de otras culturas, al descubrir en su práctica médica-psiquiátrica los aportes que ello le prodigaba. Jung estudió un sinnúmero de religiones, culturas y mitologías, pues encontraba en las producciones gráficas y verbales inconscientes de sus pacientes correspondencias con símbolos e imágenes y personificaciones (arquetipos) de múltiples culturas y mitologías desconocidas por ellos mismos, lo que algunos nombrarían como coincidencias, que sin embargo para él eran la manifestación de la sincronicidad que fundamenta y sustenta la existencia del inconsciente colectivo. Y es así como cada uno aporta al otro en su encuentro conocimientos inefables respecto a esa superioridad de la cultura china que aun en nuestros días continúa maravillando a occidente.
El secreto de la Flor de Oro es el camino, proveniente de la filosofía oriental e ignorado por siglos en Occidente, que dicta la manera de alcanzar un conocimiento profundo respecto a la trascendencia del espíritu. Es la manera de lograr la conjunción de los opuestos de modo armónico, es decir, de lograr un balance entre la conciencia y lo inconsciente, entre la carne y el espíritu, entre el intelecto y el sentimiento, entre el alma y el cuerpo. Es el perfeccionamiento del ser en relación con la realidad que lo circunda y un adiestramiento frente a las ideas de la conciencia y las imágenes del alma.  

Jung se sirve, en su obra, de la alquimia para mostrar cómo es posible el logro de la individuación, meta y fin de su psicoterapia y en general de la vida. Con ello ilustra mediante los símbolos empleados por esta seudociencia la posibilidad de establecer una comunicación profunda entre la conciencia y el inconsciente, la cual puede vislumbrarse a partir de métodos que involucren la imaginación, la fantasía y el arte, todos los cuales excluyen, como puede verse, la racionalización, pues la individuación es un proceso del alma que aunque integra el intelecto no lo hace a la manera de la razón. Es por esto que los mandalas, por ejemplo, su dibujo o pintura, pueden ser una vía para el establecimiento de tal comunicación, porque además son el reflejo y la ilustración del estado del alma, del inconsciente y los contenidos de la conciencia conjugados. Sin embargo, lo esencial del proceso radica más en la introspección y la decodificación de los símbolos y los contenidos que aparecen en el inconsciente, pues la cultura occidental ha priorizado siempre los fenómenos de la conciencia, por lo cual es más fácil acceder a sus contenidos y comprenderlos, en cambio, el inconsciente ha quedado relegado a un estadio olvidado y de ahí que sea preponderante volver la mirada hacia su lenguaje.
Jung propone además un reencuentro con el ámbito religioso del alma para acercarse a esos secretos, advirtiendo que el hombre occidental no debe, sin más, partir de las propuestas orientales sin antes interiorizar aquello que pertenece a su cultura y que explica desde ella lo espiritual, pues estaría en un error, en tanto la manera de concebir del oriental todos estos conceptos abstractos de lo superior, lo divino y el papel que el hombre juega dentro de ello, ha estado ligado a su desarrollo y particular relación con lo místico. De esta manera aconseja que el occidental debe, en primera instancia, reconocer e identificarse con las afirmaciones cristianas, que además en el fondo no se encuentran muy apartadas de los principios filosóficos de la espiritualidad oriental, puesto que en ambas doctrinas el fin último es alcanzar la perfección del ser, la conexión del hombre con lo divino y, como lo dirían los alquimistas, la transmutación de lo físico, para con ello lograr un hombre nuevo en contacto con su poder interior, con el alma y el espíritu. 
La Flor de Oro es un símbolo magno, compuesto por dos símbolos que reflejan un par de opuestos primordial: lo femenino y lo masculino, que a su vez están representados como potencias psíquicas en el anima y el animus. La flor por su parte es símbolo de lo femenino por tanto alude en sí a lo sentimental y lo emocional, ambas características de lo femenino y ella pertenece además a lo terreno, naciendo de la profundidad de la tierra: lo femenino está asociado a lo profundo, lo misterioso y lo indomeñable como la naturaleza y los sentimientos. Lo masculino, representado en el oro,  está en cambio asociado a la luz, la razón, el conocimiento, lo intelectual, lo superior. Los arquetipos del anima y el animus representan todas estas virtudes de lo femenino y lo masculino y ambas se unen en la Flor de oro, que es también vía para el alcance del saber supremo, el reconocimiento de las potencialidades de lo profundo y de lo superior, de la fuerza de los sentimientos guiada por el intelecto. En palabras de Jung:   
“A las figuras de lo inconsciente pertenecen, según nuestro texto, no sólo los dioses, sino también animus y anima. La palabra hun es traducida por Wilhelm como animus y, en efecto, el concepto animus calza excelentemente a hun, cuyo carácter está compuesto por el signo para “nubes” y el signo para “demonio”.En consecuencia, hun significa demonio de nubes, un “alma–hálito” superior, perteneciente al principio Yang y por eso masculina. Después de la muerte hun asciende y pasa a schen, al espíritu o dios “que se extiende y manifiesta. […] El anima, llamada po, escrita con el signo para “blanco” y el signo para “demonio”, por ende “fantasma blanco”, es el alma corporal inferior, ctónica, perteneciente al principio Ying y, por lo tanto, femenina. Después de la muerte se hunde y pasa a gui, demonio, explicado a menudo como “lo que retorna”(scil., a la tierra), el alma en pena, el espectro. El hecho de que tanto el animus como el anima se separen después de la muerte y vayan independientemente por sus caminos demuestra que, para la conciencia china, son factores psíquicos distinguibles, que tienen también un efecto claramente diferente, y a pesar de que originalmente sean uno en la “esencia una, efectiva y verdadera”, son dos en la mansión de lo creativo. El animus está en el Corazón celestial, durante el día mora en los ojos (es decir, en la conciencia), por la noche sube desde el hígado. Es aquello “que hemos recibido del gran vacío, lo que es de una figura con el origen”. El anima es, en cambio, “la fuerza de lo pesado y turbio”, fijada al corazón corporal, carnal. “Deseos carnales y excitaciones coléricas” son sus efectos. “Quien al despertar hállase sombrío y deprimido está encadenado por el anima.”
Tao es el sentido, lo absoluto, es de algún modo lo divino, el saber supremo, la totalidad, la sabiduría; es el origen y el fin, el destino último de todos los seres y la naturaleza. Tao es lo dictaminado desde siempre y para siempre como la meta, el gran logro que debe alcanzar toda alma y por tanto, es en ese camino en el que interviene la Flor de Oro para la trascendencia, en ella se involucran tanto lo terrenal como lo celestial, la Luz y la Oscuridad, por eso en Tao, tanto como en los mandalas se evidencian esas dualidades, pues en ambos, uno como hecho y los otros como imagen, se refleja el culmen del proceso, en el que los opuestos y las polaridades no se excluyen, sino que configuran la totalidad del alma. Y ambos, a su vez, están rodeados de símbolos que sirven para representar aquello por lo cual se les puede comprender y aprehender, pues su complejidad, más para la conciencia, sólo puede lograr en ella algún discernimiento por la vía de la mediación de ideas abstractas pero convenidas, y es esa la función de los símbolos allí. A través de ellos se puede rodear el sentido de lo absoluto, se puede comprender cómo los opuestos dan lugar a la totalidad y la circundan.

“El intelecto es, efectivamente, nocivo para el alma cuando se permite la osadía de querer entrar en posesión de la herencia del espíritu, para lo que no está capacitado bajo ningún aspecto, ya que el espíritu es algo más alto que el intelecto puesto que no sólo abarca a éste sino también a los estados afectivos.
Es una dirección y un principio de vida que aspira a alturas luminosas, sobrehumanas. Le está, empero, opuesto lo femenino, oscuro, terrenal (Yin), con su emocionalidad e instintividad extendiéndose hacia abajo, hacia las profundidades del tiempo y las raíces de la continuidad corporal. Sin duda esos conceptos son puramente intuitivos, pero de ellos no cabe prescindir cuando se intenta concebir la esencia del alma humana.
La China no pudo abstenerse de ellos, pues no se ha alejado tanto, como lo demuestra la historia de su filosofía, de los hechos centrales del alma como para haberlos perdido en la exageración y sobreestimación unilateral de una única función psíquica. Por lo tanto, nunca dejó de reconocer la paradoja y la polaridad de lo viviente.
Por cierto que el mero intelecto no puede comprender de inmediato qué importancia práctica podrían tener para nosotros las ideas orientales, por cuyo motivo sólo sabe clasificarlas como curiosidades filosóficas y etnológicas. La incomprensión va tan lejos que los mismos sinólogos eruditos no entienden la aplicación práctica del I Ging y, por ende, han considerado este libro como una colección de abstrusos ensalmos mágicos.”
La doctrina yoga repudia todos los contenidos fantásticos. Nosotros también, pero el oriental lo hace sobre una base totalmente distinta de la nuestra. Reinan allá concepciones y enseñanzas que expresan de la manera más abundante la fantasía creadora. Allí debe uno defenderse contra el exceso de fantasía. Nosotros, en cambio, consideramos la fantasía como ensoñación mísera y subjetiva.”

Con esto, lo que Jung nos muestra es la postura que atraviesa toda su obra: que la imaginación, que lo simbólico y todo lo que ha sido desdeñado siempre por occidente, en tanto le da prioridad a la razón, es lo que el hombre necesita realmente para trascender y encontrar la individuación. La priorización de lo racional, que trajo consigo el positivismo y la ilustración que caracterizan a occidente, sólo logró velar a su saber esa otra faceta de la totalidad del ser: el alma, la imagen, lo irracional, el lenguaje del inconsciente, que no atenta contra la conciencia, sino que complementa su conocimiento. 

Me parece, ante todo hermoso, cómo Jung y Wilhelm hacen un paralelo entre la visión cristiana y la taoísta del hombre, de lo que debe hacer para entrar en armonía con la esencia que le forma y precede a su nacimiento, desde su concepción.  El secreto de la Flor de Oro, considero, guarda en sí algo que pertenece al inconsciente colectivo, un saber referido a eso divino que todo ser posee en su interior, la capacidad de ver la luz del supremo conocimiento, que nada tiene que ver con el conocimiento de la conciencia, con lo cognitivo, sino más bien con una sabiduría profunda que le pertenece al alma, a eso que hace parte del todo y que compartimos con lo infinito, con lo superior, con lo divino, con lo absoluto. Ese saber está en nosotros desde el principio y es en su fundamento y base lo que todas las religiones comparten también; tiene que ver con la identificación de una esencia que habita en nosotros ajena al cuerpo físico e incluso a los sentimientos, pues al revelarse esa verdad como experiencia, un sentimiento no basta para describirla; la verdad superior no es algo perteneciente al campo de los sentimientos o de la comprensión en tanto intelectualización, es más bien algo del orden de lo fenomenológico-existencial, no es episteme, es sabiduría espiritual, saber del alma.





[1] http://es.wikipedia.org/wiki/El_secreto_de_la_Flor_de_Oro
[2] http://millenio.wordpress.com/2007/09/10/taoismo-el-secreto-de-la-flor-de-oro-2/
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* Última imagen: Obra "Mandala,  el secreto de la flor de oro", de: Dora Águila y Elena Pérez Ardiles. Técnica: instalación, pintura. Expuesta en abril de 2006 en la Sala de Artes Providencia del Instituto Chileno Norteamericano de Cultura.

Psicología Analítica: Simbolismo y transformación


La psicología analítica propende por el conocimiento profundo de los símbolos, las religiones y el arte, considerándolo fundamental para la formación del analista, puesto que estos hechos culturales ofrecen un vasto campo para adentrarse en una búsqueda de saber referida a los alcances del alma. Mas el analista no debe limitarse a indagar en las raíces de aquello que proporciona las representaciones que del mundo se hace el ser humano, aunque de su resultado dependa el material teórico con el que ha de trabajar, sino que también debe aplicar los conocimientos adquiridos para emplearlos con fines prácticos a través de la psicoterapia, cuyo objetivo es lograr una trasformación esencial en alguno de los aspectos de la vida de su paciente.

Y es en este sentido donde la psicoterapia analítica introduce una revolución, desmitificando la concepción del vínculo entre las partes implicadas cuando sostiene que el analista necesariamente sufre, al igual que el paciente, una afectación en su proceso de individuación, puesto que en ambos se han de generar acontecimientos anímicos en torno a la cuestión que en el devenir del proceso se plantee como problemática, trazándose como meta la resolución de la misma a partir de un saber inconsciente que se revela a la conciencia. Conseguir tal saber sólo se logra mediante una exploración de las profundidades del alma, para lo cual un acceso viable son las imágenes y los símbolos que emergen a través de una dialéctica entre la conciencia y el inconsciente y que encuentra su posibilidad tanto en la creación artística y la experiencia espiritual como en los fenómenos oníricos con los símbolos que le presentan al soñante. Lo dicho permite afirmar algo de gran valor en cuanto a la dirección hacia el estudio de lo misterioso, de lo profundo, del lado oscuro y desconocido de la naturaleza humana, que paradójicamente articula las creencias de tradiciones ancestrales con lo que podría representar el comienzo del posmodernismo; en tanto el principio de la modernidad es, según los supuestos de la Ilustración, el de “ver para creer”, la posmodernidad promueve, tal y como se daba desde el paganismo y las antiguas mitologías hasta el oscurantismo, el “creer para ver”, y es esto justamente lo que intenta instaurar como vía para el conocimiento del alma la propuesta junguiana.  

La teoría de Jung, aunque surgió de los fundamentos del Psicoanálisis, se estableció a partir de la  discrepancia en cuanto a la concepción de uno de sus principales planteamientos, considerando que Freud había conferido una incidencia casi total a la sexualidad en la configuración de la vida psíquica, y que ello dio lugar a un sentido unidireccional de la interpretación de los símbolos y su movilización, difiriendo frente a la idea de que los fenómenos sintomáticos encuentran su origen en traumas vividos en la infancia relacionados con experiencias vinculadas al erotismo. Lo que Jung aduce es que, más allá  de las experiencias sexuales de la infancia y sus secuelas en la vida del adulto, existen otros asuntos de equiparable trascendencia tras la motivación de los contenidos inconscientes y que aquello que constituye el psiquismo, es decir, lo que mantiene en movimiento la energía psíquica o libido, es de una naturaleza polivalente, siendo preciso apreciarlo de manera más amplia que a la sexualidad;  desde esta perspectiva lo que da lugar al lenguaje del inconsciente es una tendencia a la trasformación que se manifiesta mediante la creación y asimilación de símbolos e imágenes, abriéndose una vertiente a partir del cuestionamiento respecto a esos otros factores igualmente influyentes en la constitución de la vida psíquica.

Lo anterior conduce a todo un sistema de planteamientos sobre la organización topológica del inconsciente, que formula la existencia de personificaciones completamente estructuradas, representadas por la conjunción de tendencias, ideas y actitudes inconscientes frente al mundo exterior, denominadas Complejos, las cuales operan permanentemente en todos los seres humanos, encontrándose condicionadas por imágenes simbólicas primigenias, a las que Jung designó el nombre de Arquetipos. La distinción entre estos fenómenos psíquicos radica, en primera instancia, en la magnitud de su manifestación y significación según su origen, en personales y universales, dándose con ello una segunda diferencia que remite a su derivación, la cual está determinada por la proveniencia de la simbolización, según sea esta individual o colectiva. De esta manera se desarrolla la tesis principal de Jung que alude a la contemplación del inconsciente como una esfera constituida por capas que se forman a partir de las vivencias tanto de la historia personal del individuo, como de preguntas que se ha formulado la humanidad desde sus inicios, correspondientes respectivamente a la institución de los complejos y de los arquetipos, siendo estos últimos las modalidades de responder, a partir de imágenes, a tales cuestiones. Esta contribución al estudio de la psique permite una comprensión más profunda en lo concerniente a la creatividad, puesto que involucra especialmente las imágenes y los símbolos, concediéndoles una participación prioritaria en los procesos de transformación, conscientes e inconscientes. Con esto se vislumbra ya uno de los focos a que se dirige la teoría y un objetivo de la psicoterapia analítica: la creatividad es considerada como un instinto de la especie humana, como una necesidad intrínseca a su naturaleza y como tal debe ser satisfecha al mismo tiempo que dominada.
                                                                                                           
No obstante ser añadida por Jung a los instintos de nuestra especie, la creatividad no está en él delimitada únicamente al ámbito de lo artístico, sino más bien a una propensión constitucional. Cuando Konrad Lorenz en su estudio acerca de la conducta animal habla de los instintos, se refiere a la alimentación, la reproducción, la agresión y la huida, mas Jung hace un aporte traduciéndolos desde lo humano, y los equipara al hambre, la sexualidad, el impulso activo y la reflexión, agregando finalmente el instinto creativo. Sin embargo, aunque Jung introduce la creatividad como un instinto (hacia el cual además, dirigió el interés en su propuesta terapéutica), lo aborda también como una tendencia a la trasformación propia del alma, estrechamente vinculada a la necesidad de trascendencia intelectual y espiritual.

James Hillman, quien examina y profundiza la teoría junguiana, da un tratamiento al tema de la creatividad en el que ofrece una aclaración referida a las implicaciones de la potencialización psíquica de alguna de las polaridades presentes en cualquiera de las funciones, símbolos  o imágenes del inconsciente:    

Dado que la creatividad psicológica se mueve, como cualquier instinto, entre un polo destructivo y otro constructivo, hay que afrontar que hacer alma conlleva destruir alma”. [1]

Con esto, lo que Hillman quiere mostrar es, en otras palabras, que el aspecto negativo que pueda adquirir el instinto de creatividad, es necesario para la culminación de un proceso, el proceso de individuación, al que confluye el análisis; de hecho en el transcurso de la psicoterapia analítica es preciso pasar por un estado similar, psíquicamente hablando, al de la muerte, para llegar al reconocimiento de los contenidos que se encuentran en el trasfondo de los actos conscientes. Hay, para ilustrar lo que propugna la teoría y la intervención analítica, una vía: la alquimia; los términos empleados y las fases por ella descritas, finamente estudiados por Jung, coinciden de manera sorprendente con estados por los que se atraviesa en el proceso de individuación; los elementos que participan en el proceso tienen una connotación simbólica sólo comprensible a través de una mirada analítica y una interpretación cuidadosa.

Durante mucho tiempo, la alquimia pretendió ocupar el lugar de ciencia conforme a las exigencias del positivismo, aunque nunca pudo lograr tal efecto en quienes, bien de soslayo, bien completamente, comprendían su fin, por el carácter de secreto que la envolvía. Sólo unos cuantos pudieron dedicarse a ella por la disposición de tiempo que requería por parte de sus adeptos; porque los instrumentos exigían una inversión económica considerable y porque no cualquier neófito podía dedicarse a ella, estando reservada únicamente a los  letrados ya que implicaba conocimientos en filosofía, química, física, matemáticas e incluso en medicina. El fin que perseguía era encontrar la “quintaesencia” del ser humano, es decir, aquello que pudiese dar cuenta de la unión entre lo espiritual y lo material, más allá de lo puramente psicológico. En otras palabras, la alquimia buscaba el secreto del alma, del espíritu, del pensamiento. Las referencias al “elixir de la vida” o la “piedra filosofal” son metáforas que se difundieron para confundir a los profanos distorsionando la información, con el propósito de mantener en secreto y obscurecer el verdadero objetivo, imprimiendo a la alquimia un sello de misticismo y de esoterismo del que jamás se pudo librar. Mientras tanto, los alquimistas escribían numerosos tratados en un lenguaje repleto de alegorías y metáforas, donde explicaban las fases de un proceso a partir del cual se transformaba la materia con el fin de alcanzar su nobleza, lo que, no está de más señalar, es correlativo a la realización de una obra de arte:


“Lo que (el alquimista) ve y cree reconocer en la materia son, ante todo, sus propias circunstancias inconscientes que él proyecta en ella; es decir, salen a su encuentro, procedentes de la materia, estas cualidades y posibilidades de significación inherentes en apariencia, de cuya naturaleza psíquica no tiene conciencia alguna. […] se distinguen cuatro fases, caracterizadas por colores de pintura ya mencionados por Heráclito, a saber: melanosis (ennegrecimiento), leukosis (emblanquecimiento), xantosis (amarilleamiento) e iosis (enrojecimiento)”.[2]

Desde una mirada analítica, lo que los alquimistas llamaban "materia" entonces, hacía referencia a su propia personalidad, cuya transmutación debía dar como resultado la liberación del "espíritu" en ella implícito. La llamada “Piedra Filosofal” no es más que aquella herramienta que permitía dicha liberación. En otras palabras, la transformación de los metales alude de manera simbólica al proceso de transformación del alma del alquimista. En la psicoterapia analítica es justamente este proceso lo que se busca y de hecho el fin es el mismo que el de la alquimia.  Por otra parte, las fases descritas dan cuenta de un proceso,  al que, bajo la interpretación psicológica, puede atribuírsele a la sensación de putrefacción de aquello que antes se erigía como verdad absoluta para la consciencia y el encuentro de una alternativa para la sublimación de lo que ha atormentado al alma desviando la energía psíquica, todo ello da lugar a la individuación, correspondiente en la alquimia al Opus, la gran obra. Del mismo modo, la integración de las imágenes del inconsciente, del anima y el animus [3] que habitan en todo ser, equivalen a la “boda real” de la alquimia, que da origen al lapis philosophurum, la Piedra, cuya elaboración era la única que justificaba el sacrificio espiritual y el riesgo físico y psicológico del alquimista y que corresponde en términos psíquicos al Si-mismo, es decir, el reconocimiento de la totalidad de la psique, el conjugar las potencias de  la consciencia y el inconsciente.

La intencionalidad de esta remisión a la alquimia es demostrar cómo el símbolo es una clara representación de la facultad de crear y dar significado a algo, siendo su función la de representar aquello que por mera descripción sería casi imposible, así, una figura, un criptograma, un número, una imagen, pueden dar cuenta ya sea de una entidad sacra o de una idea compleja, concebidas en la psique desde la antigüedad.

“El hombre, con su propensión a crear símbolos, transforma inconscientemente los objetos o emociones en símbolos (dotándolos por tanto, de gran significancia psicológica) y los expresa ya en su religión o en su arte visual. La historia entrelazada de la religión y del arte, remontándose a los tiempos prehistóricos, es el relato que nuestros antepasados dejaron de los símbolos que para ellos eran significativos y emotivos. Aun hoy día, como muestran la pintura y escultura modernas, todavía sigue viva la interacción de la religión y el arte.”[4]




[1] HILLMAN, James, El mito del análisis, pág. 55
[2]JUNG, C.G Piscología y Alquimia, pág. 141.
[3] Ambos términos se refieren a los arquetipos que representan la actitud inconsciente de un individuo, opuesta a aquella que le corresponde según su posición consciente frente a la cultura; el anima es pues el arquetipo de los varones, de naturaleza femenina, generalmente reprimido y que complementa la tendencia masculina; el arquetipo de animus es su contrario y se presenta en las mujeres como representación de su lado masculino. 
[4]JUNG, C.G. El hombre y sus símbolos, pág. 231.
Publicado por Sara Ángel Vélez en 9:19 PM