UNA REFLEXIÓN ALREDEDOR DE LAS RELACIONES EN LA PRÁCTICA DOCENTE




Cada día estamos, como sociedad, más llamados a establecer vínculos coherentes entre las actitudes y conductas que efectuamos frente a los que nos rodean y aquello que promulgamos: en nuestro caso, no deberían quedarse en un texto de lineamientos técnicos o en una propuesta metodológica de intervención -planteada como estructura de un programa- los ejes transversales de nuestro quehacer: lo mismo que llevamos a la práctica con los niños, niñas, adolescentes o jóvenes, debemos extrapolarlo a las relaciones interpersonales entre pares, haciendo extensivos esos principios de inclusión, respeto por la diversidad y garantía de derechos que se nos presentan como condiciones para nuestro desempeño profesional, no sólo hacia la población con que laboramos, sino también a las relaciones con colegas. Esto es solo un intento por propiciar la reflexión en los docentes, a partir de volver la mirada a la propuesta de la práctica reflexiva, como una práctica que, en el marco del ejercicio docente, nos convoca a someter permanentemente las experiencias que se dan dentro y fuera del aula a un análisis exhaustivo; un análisis que se vuelque tanto sobre las experiencias que consideramos efectivas, como sobre aquellas que no surten los efectos que esperábamos.

En un entorno en el que lo más frecuente es la remisión al otro como pretexto para evadir las propias responsabilidades, y en el que la competencia no aparece como una modalidad de relación que persigue un mejoramiento continuo, sino más bien la oportunidad para desdibujar las capacidades de otros al confrontar sus debilidades frente a las propias fortalezas, se hace preciso un llamado a salvaguardar a los compañeros, al igual que a los estudiantes, de ser víctimas de la inequidad y la injusticia frente a una evaluación de sus competencias, pues en mayor o menor grado, ellos se debaten diariamente, al igual que nosotros, entre los múltiples retos que representa la difícil tarea de la enseñanza y el aprendizaje.

Se trata pues de ampliar las perspectivas de la observación que hacemos y los horizontes de la interpretación que de esas observaciones se deriva. No estamos para juzgar; si se nos pide hacer una valoración, ésta en ningún momento debería estar abocada sobre un juicio de valor moral, más bien podríamos pensar en el diseño de estrategias que potencien las competencias y características positivas, en lugar de ejercer un control coercitivo sobre las conductas inadecuadas.

Nuestra labor, en definitiva, debe partir de principios de equidad, pero, ante todo, de la propagación de una política de la afectividad que pueda ser aplicable a todos los contextos, dinámicas y ámbitos de lo social: la familia, las instituciones educativas, las organizaciones; todos ellos son escenarios propicios para favorecer la adquisición de habilidades, pero además, el despliegue de aptitudes y transformaciones en el ser. Obstaculizar o trastornar esas posibilidades debería ser para todos algo susceptible de ser sancionado, más que de cualquier otro modo, por la vía del autoconcepto, pero ello al fin y al cabo requerirá de esa dosis de reflexión y actitud autocrítica a la que se alude.

Esta invitación encuentra su justificación en un motivo quizá muy general pero a la vez profundo, ligado estrechamente con la más antigua de las bases epistemológicas de la pedagogía: se enseña a través del ejemplo, sin requerir reiteraciones verbales. El considerar a un compañero incompetente y divulgarlo, el tener dificultades para aceptar las diferencias y convivir armoniosamente con ellas, el distorsionar información buscando obtener un mínimo beneficio de tal hecho; todos estos son ejemplos de conductas que, con seguridad desaprobaríamos en un estudiante, pero que, sin embargo, nos permitimos en la relación con nuestros pares, sin pensar en las consecuencias de ello y en que finalmente tendrá repercusiones negativas en la relación con quienes más nos preocupa guardar la mejor imagen: aquellos a quienes estamos en la obligación de formar, más que nada, en valores y comportamientos éticos, independientemente del área del saber que tengamos a cargo impartir.

Muy diversas posturas filosóficas, ideologías o disciplinas han puesto el acento en el hecho desdeñable de perjudicar, mediante la difamación, a alguien: el budismo, el cristianismo, el hinduismo, la bioenergética, la holística y, desde un enfoque positivista,  la neurolingüística; todas estas posturas de algún modo lo afrontan como una cuestión, en cierto sentido misantrópica, que termina perjudicando mucho más a quien dirige su atención hacia las debilidades o falencias de los demás que hacia las propia, haciendo de aquellas un insumo para la exacerbación de su orgullo. Sin embargo, minimizar al otro nunca nos hará más grandes, sólo habla de nuestra incapacidad para reconocer y admirar lo bello y lo novedoso que hay tras todo cuanto, en tanto experiencia, aporta a nuestra formación.

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