La sinrazón y lo ominoso en "El hombre de Arena"

Quiero, antes de comenzar a exponer mis ideas en torno a este cuento, teniendo por apoyo el acercamiento que Freud realizó al mismo en su artículo sobre lo ominoso, divagar en torno a una posible representación  intencional del autor que alude al origen de la razón; de la necesidad de saber, oculta tras un escenario de cientificismo un tanto pintoresco, que incluye un drama y que, al mismo tiempo, implica una tragedia. En este punto es necesario aclarar que la tragedia para los griegos implica una travesía hacia el encuentro de dos potencias igualmente válidas que no logran una síntesis.
Partiendo de esto declaremos que lo que sucede en este cuento es algo trágico en tanto se unen la razón, la ciencia, la tendencia a la formulación de argumentos lógicos o por lo menos de explicaciones objetivas respecto a la realidad (recordemos que Nataniel es estudiante de física), con lo inexplicable de las sensaciones e ideas subjetivas que pueden atormentar tanto a una persona mediante alucinaciones hasta llevarla al suicidio. Es decir que lo que se evidencia es la continua discrepancia entre los contenidos de la conciencia y los del inconsciente
Se dirá, para empezar, que las alucinaciones y los delirios que envolvieron el mundo de Nataniel durante sus días de crisis corresponden a un estado de comprensión de su inconsciente y de las figuras que en este se hospedan. Así, aunque parezca extraño puede admitirse por un momento que existe cierta consonancia entre el campo de la razón y el de la sinrazón: por lo menos cuando uno de ellos se encuentra en desequilibrio el otro puede llegar al rescate anunciando una disociación o tratando de compensar aquello de lo cual el otro carece, todo esto a partir del sueño o del síntoma. Pero, volviendo al sentido de lo trágico, se debe pues entender que ambos, la razón y la sinrazón, poseen tal carácter de preponderancia para la conformación del alma en su totalidad que por ello es que se origina una problemática basada en la tensión entre las dos fuerzas, cuya resolución sólo se consigue mediante la unificación. Si existe entonces una fuerza que logra subyugar a la otra a su reino sólo puede esperarse que se presente un desenlace negativo.
Lo que sucede con Nataniel es que es posible que, como en la mayoría de los casos, el conocimiento y la razón le hayan servido como medio para procurarse tranquilidad frente a esas ideas ilógicas que le causaron de niño tanto sufrimiento. Pero es indispensable decir que tales ideas son más que generales, propias de la naturaleza humana, ante todo en la edad infantil y, por ser esta además una época crucial para el desarrollo posterior de la personalidad del adulto, definirá muchos de los comportamientos y actitudes futuros y, más que nada, las creencias y deseos tanto conscientes como inconscientes que los motivan y los fundan. Freud lo menciona en su texto sobre lo ominoso como sigue:
“El análisis de los casos de lo ominoso nos ha reconducido a la antigua concepción del mundo del animismo, que se caracterizaba por llenar el universo con espíritus humanos, por la sobreestimación narcisista de los propios procesos anímicos, la omnipotencia del pensamiento y la técnica de la magia basada en ella, la atribución de virtudes ensalmadoras –dentro de una gradación cuidadosamente establecida- a personas ajenas y cosas (mana), así como por todas las creaciones con que el narcisismo irrestricto de aquel periodo evolutivo se ponía en guardia frente al inequívoco veto de la realidad. Parece que en nuestro desarrollo individual todos atravesáramos una fase correspondiente a ese animismo de los primitivos y que en ninguno de nosotros hubiera pasado sin dejar como secuela unos restos y huellas capaces de exteriorizarse; y es como si todo cuanto hoy nos parece «ominoso» cumpliera la condición de tocar estos restos de actividad animista e incitar su exteriorización.”[1]
Paradójicamente cuando se recuerda aquel tiempo infantil en la adultez, muchos de los acontecimientos recordados adquieren un matiz no solamente horroroso sino a la vez mágico y alegre; probablemente eso se deba justamente a la esencia de todas esas creencias “irracionales” que imperan en dicha etapa y que engloban las experiencias que en ella se presentan. Por lo tanto no puede hablarse de manera peyorativa frente a esos mitos infantiles puesto que estos constituyen el centro de la vida psíquica. Estas mismas características de ambigüedad en un objeto o acontecimiento se conservan hasta la adultez únicamente gracias a la actividad del inconsciente.
Ahora bien, es necesario preguntarse: hasta aquí ¿en qué se relaciona todo lo dicho con el cuento que tratamos? Pues bien, será preciso referirnos punto por punto a los elementos que en el cuento aparecen como alusiones a la razón y a la sinrazón, pero será imprescindible una posición abierta y flexible frente a las comparaciones que se harán y si se quiere incluso permisiva.
En primer lugar, hay un hecho importante en el relato que nos lleva, no a una alusión, sino a una presentación explicita de la idea de ciencia con la que inicial e indirectamente se relaciona el protagonista: tal es la alquimia, en la cual trabajaba su padre al anochecer y secretamente en compañía del abogado Coppelius cuando él es aún un niño. Este detalle de la historia lo considero enormemente valioso para comprender el sentido del texto, puesto que delimita el campo en el que hemos de adentrarnos en adelante; es preciso pues ubicarnos en un espacio en el que lo misterioso y lo desconocido ocupa un lugar privilegiado.
Más adelante, cuando ya Nataniel es un hombre capaz de defenderse por sí solo y de buscar por su cuenta los conocimientos para enfrentarse a la vida, estudiando química con un notable maestro, se encuentra con algo completamente curioso que es, en suma, el núcleo del relato. Me refiero a Olimpia, esa muñeca de madera que sin embargo imita en su apariencia superficial a una verdadera mujer, pero que se distingue notoriamente de un ser humano por su conducta atenuada, pasiva y su temperamento inamovible e impenetrable; esta muñeca funciona gracias a un mecanismo similar al de un reloj que sólo consigue controlar el movimiento de sus articulaciones pero de un modo muy limitado, lo cual hace evidente su automatismo. Nos encontramos de nuevo con un asunto muy peculiar en el relato y que también roza con lo horroroso, en el lenguaje técnico se le denominaría a este tipo de creación “androide” o “humaniode”, es decir, un robot que simula al ser humano.
Ahora bien, en su infancia lo que le despierta el deseo en Nataniel es mantenerse en vigilia, lo cual se ve impedido por la amenaza de la aparición del hombre de arena. En la adultez esa permanente vigilia está representada por Olimpia, quien obviamente por su condición no requiere del reposo o del sueño y es por eso que se prenda de ella como su deseo, ella es una simbolización de la realización continua de su deseo, pero esto se ve obstaculizado de nuevo por la alegoría que su conciencia recrea del hombre de arena (luego asociado a Coppelius) ahora encarnada en Giuseppe Coppola, el vendedor de anteojos. Esa permanente vigilia podría equipararse a la continua avidez de conocimiento; anteriormente fue el padre quien manejaba un saber que dominaba sobre el suyo, tanto por la experiencia irrefutable de los años como por la dedicación a sus artes misteriosas, ahora el profesor representa ese saber que tiene también dominio sobre el suyo, pero más aún, aquel misterioso vendedor, que también tiene relación con la ciencia de su padre en tanto crea algo asombroso (el androide) y tiene, más que los dos anteriores, el poder de destruirlo, de aniquilar el más profundo deseo que yace en su interior. Puede cegar sus ojos, dejarlo sin la capacidad de estar en vigilia, observando y aprehendiendo el entorno, dominándolo para siempre, al tiempo que le arrebata lo fantasioso y soñador que opera en su inconsciente como única realidad.
Lo masculino y lo femenino hacen su aparición en el relato encarnados por varios personajes: la figura de lo masculino está representada por los tres hombres que poseen el poder y el conocimiento por encima de Nataniel, la figura de lo femenino está representada principalmente por Olimpia, aunque también por Clara. Aquellos activos e influyentes, estas pasivas y tolerantes, los primeros aplacadores, las segundas, estimulantes. Así entonces se conjugan en el personaje estos dos aspectos del alma humana: lo consciente y lo inconsciente, que se manifiestan a través de la razón y la sinrazón, de la ciencia y la ficción; lo simbólico y lo imaginario hacen su aparición mediante una relación directa con la realidad.
La necesidad imperiosa de Nataniel de conservar algo de lo fantástico, de lo mítico que no admite ser menguado u obscurecido por la lógica, adquieren de nuevo su poder a partir de una relación directa con su propia esencia, antes desconocida; esta relación es posible gracias a  Olimpia.
Olimpia representa para él la seguridad en sí mismo en tanto no refuta nada de lo que él dice, no tiene entonces porque temerle a la pérdida ni al rechazo. Pero más allá de esa simple seguridad que le trasmite, ella es su otro yo, puesto que él nada tendrá que cambiar ante sus ojos porque no hay exigencia de su parte; es como un espejo porque nada en esa relación le viene de afuera, no hay intercambio sino que él esta ante su propia imagen.
 Este es pues, en segundo lugar, un valioso contenido del relato, ya que es el punto donde se despliega, ya no la importancia de la razón y del conocimiento objetivo para el desarrollo potencial del ser, sino todo lo contrario, el requerimiento de un saber más abstracto perteneciente al orden del inconsciente, aquel que le permite hacer frente a lo traumático de su pasado a partir de una nueva significación de las imágenes del inconsciente que lo conforman. Cuando Nataniel comprende el poder que posee ese misterioso hombre de los prismáticos y los lentes sobre su estabilidad psíquica, y cuando comprende lo que significa Olimpia para el reconocimiento de su verdad psíquica, es cuando detona lo reprimido.



[1] Sigmund Freud. Lo ominoso, pág. 240.

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